Saramago, el instinto animal y la solidaridad en tiempo de crisis

24.07.2020 16:30

El sistema bancario se vino abajo de un soplo como un castillo de naipes, y no porque la posesión del dinero hubiera dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene no lo quiere dejar soltar. Alegan ésos que no se puede prever lo que será el día de mañana.

En su “Ensayo sobre la ceguera”[1] José Saramago, autor de obras como “El Evangelio según Jesucristo” y “Todos los nombres”, nos narra a través de seis personajes dirigidos por la mujer de un médico (la única del grupo que no ha perdido la vista) cómo se va propagando una rara enfermedad, la pandemia de “la ceguera blanca”, (que acaba extendiéndose por todo el mundo), y cómo trata el Gobierno a los contagiados.

En ese escenario distópico, primero cunde el terror en los ciegos, que son encerrados en manicomios, fábricas abandonadas, templos, almacenes, etc., y luego entre la policía y los militares que vigilan a los contagiados para que no se escapen, para que no se les acerquen y les trasmitan el virus que apagaría para siempre “la linterna de sus ojos”.

Los seis protagonistas de esta obra del Premio Nobel de Literatura portugués, a quien leí con entusiasmo en el pasado, son: un médico oftalmólogo[2] (su mujer vidente), un ladrón de coches, una chica bonita con gafas oscuras, un viejo que lleva una venda negra, y un niño que padece estrabismo. Estos son los primeros contagiados que son recluidos, sin miramientos, en un tétrico hospital psiquiátrico. A los enfermos se les deja cajas de comida en el portón del sanatorio, que los enfermos deben recoger -so pena de recibir un disparo- cuando sus guardianes se han alejado.

Poco a poco el manicomio se va llenando ciegos y la situación se hace insostenible. El pánico se generaliza, y dentro y fuera del sanatorio el orden social se desintegra. Y, como está ocurriendo ahora con el coronavirus, sale a flote lo peor y lo mejor del ser humano: El animal repulsivo que algunos llevan en su interior y el ángel que está dispuesto a sacrificarse por los demás.

Cerca de la garita de un vigilante del manicomio truena un potente altavoz que resuena con la voz (VOX) del amo:

“El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho: proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis que estamos pasando (…) Desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio”[3] .

La convivencia en el interior del manicomio se va haciendo insoportable. Un hedor repugnante contribuye a la putrefacción de las almas.

Cuando el ladrón de coches “se ve seducido por el perfume de la chica bonita de gafas oscuras”, que duerme en una cama contigua a la de él, empieza a manosearla los pechos y tantea su pubis con la intención de violarla aprovechando el desconcierto general. Rápidamente la muchacha se da la vuelta “y le lanza una coz, clavándole el tacón del zapato, fino como un estilete, en el muslo del acosador, acabando de repente con su fálica erección”.

El manicomio se va llenando de gente, en una sala hay quince mujeres hambrientas que no tienen acceso a la comida, ya que un grupo de malhechores se ha hecho con la mayoría de las provisiones y las tiene guardada en su fortaleza. Cuando las féminas intentan alimentarse y se adentran en la guarida de los malvados, éstos las asaltan, las desgarran las vestiduras, y las violan salvajemente despojándolas de todo atisbo de dignidad. Sus llantos se escuchan por doquier. La policía va menguando, la ceguera va haciendo estragos entre ellos también.

La mujer del médico se interna un día en la sala de los animales ciegos y ve como una pobre muchacha, de rodillas, hace una felación al jefe de los malvados. Ésta está temblando y el macho alfa, a punto de tener un orgasmo. La señora (que ve a todos sin ser vista) camina lentamente, descalza para no meter ruido, y, con unas tijeras abiertas, como dos puñales, se las clava al violador en la garganta y las retuerce con fuerza hasta llegar a las cervicales. Salpican al tiempo su semen y su sangre.

“El asesinato del jefe de los malvados” encoleriza a su horda y uno de ellos saliendo por los corredores del manicomio grita, para que todas se enteren, ¡os vamos a dejar morir de hambre como a los perros, muerto el perro se acabó la rabia! (…) ¡De nada os va a servir venir aquí, aunque nos ofrezcáis los tres agujeros en bandeja![4] .

Los locos intentaban salir a la calle, pero “los soldados y policías que todavía seguían allí tenían ganas de apuntar las armas y descargarlas fríamente, en aquellos imbéciles que se morían ante sus ojos como cangrejos, agitando las pinzas torpes, en busca de la pata que les faltaba”. [5]

Los malos siguen robando toda la comida que pueden y alguien, tal vez el viejo de la venda negra -“que ha encontrado en el manicomio a su mujer”- y mantiene unas cálidas relaciones con la chica bonita de las gafas oscuras, piensa:

“Con las tripas en sosiego cualquiera tiene ideas (…) pero cuando aprieta la barriga, cuando el cuerpo se nos desmanda de dolor y de angustia es cuando se ve el animal que somos”. [6]

(A las pocas semanas de empezar la pandemia) “El sistema bancario se vino abajo como un castillo de naipes, y no porque la posesión de dinero hubiera dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene no lo quiere soltar. Alegan esos que no se puede prever lo que será el día de mañana”[7] .

Un día se produce un incendio en el manicomio y los locos salen a la calle. Ningún policía vigila ya el psiquiátrico. Llueve torrencialmente. Miles de ciegos deambulan sin mapa y sin brújula, y boca arriba, con una sed de mil camellos, intentan beber el agua de la lluvia.

La esposa del médico logra llevar a su casa a sus cinco acompañantes: a su marido, el viejo de la venda negra, a su mujer, a la chica bonita de las gafas oscuras y al niño estrábico. Allí las tres mujeres se desnudan, se lavan, se jabonan unas a otras y se ponen ropas limpias.

Ahora toca el turno de los hombres. El primero que se desnuda es el viejo de la venda negra. Se sienta, casi en los huesos, sobre una bañera de agua fría. Aunque tiembla disfruta con la idea de quitarse la costra de mierda que lleva encima. “En un momento mágico” unas manos suaves le frotan suavemente la espalda con jabón y siente un placer indescriptible. No se atreve a preguntar quién eres, ¿Es su mujer? ¿La mujer del médico? ¿La chica bonita de las gafas oscuras?

Salen a la calle a por comida, principalmente latas, y solo se topan con fantasmas caminando. No está claro si la gente está muerta o viva. Al final, guiados por la señora del médico, entran en un Iglesia que está abarrotada de gente. La esposa del galeno contempla, creyendo que se ha vuelto loca, “a un hombre clavado en la cruz con una venda blanca en los ojos y al lado a una mujer con el corazón traspasado por siete espadas (…) Todas las imágenes del templo tenían los ojos tapados con una venda blanca”[8].

La mujer del médico se desmaya. “Había sido el cura de la Iglesia el que había puesto la venda a Jesús para decir, al fin, que Dios no merece ver”.

La esposa del oftalmólogo recobra la consciencia y poco a poco la gente empieza a ver. La multitud grita ¡veo, veo, veo! Entre el grupo de los seis, el primero en recuperar la vista es el viejo de la venda negra. La segunda, la chica de las gafas oscuras.

El anciano, tal vez un alter ego de Saramago, medita así, mientras “los humanos” ya están seguros de que va a nacer el sol sobre una ciudad en fiestas:

“Se acabaron las idealizaciones emocionales, las falsas armonías en isla del desierto”.[9]


[1] Ensayo sobre la ceguera (Ed. Aguilar 1985). Los pasajes que cito en este artículo proceden de esa edición.

[2] La misma especialidad de Li Wenliang, el oftalmólogo chino que descubrió -y fue acusado de difundir bulos- “el coronavirus”.

[3] Ensayo sobre la ceguera. Págs. 33-34.

[4] Ibídem. Pág. 65.

[5] Ibídem. Pág. 78.

[6] Ibídem. Pág. 187.

[7] Ibídem. Pág. 198.

[8] Ibídem. 235.

[9] Ibídem. Pág. 242.