El comunista ateo que fue perdonado por Dios porque "era un hombre bueno"

24.07.2020 15:58

Este es un cuento para ateos creyentes. Una historia de ciencia ficción que tiene lugar en un futuro lejano y que bien podría titularse “Abraxas 2894”. A partir de esa fecha solo quedarían 20.016 años para que llegara e.f.d.m.  (El Fin del Mundo)

Yo profeso una religión para ateos inteligentes (Stephen Hawking)

Gregorio Samsa, presidente de la Academia Imperial y uno de los hombres más cultos del mundo, se había convertido en el Sócrates del siglo XXIX. Sus palabras iban a misa. Era ateo y anticlerical hasta la médula. Y, partiendo de Marx y Darwin, negaba radical-mente que hubiera algo por encima del hombre, exceptuando a la mujer cuando se pone encima del “homo sapiens” en las horas sagradas de la cópula.

Resulta que en el verano del 2894 se celebró un Congreso Internacional sobre El Mar-xismo y La Muerte de Dios (¿Nietzsche?) en el municipio de Vitigudino (Salamanca, Es-paña) que reunió a los cerebros más importantes de la época, a destacados representantes de todas las confesiones religiosas y al alto Embajador de la minoría heterosexual  .

La mayoría de los ponentes, entre los que había varios Premios Nobel, descartaron la existencia de Dios aunque arguyeron, con discurso fino y elegante, que la Humanidad necesitaba creer en un Ser Supremo y tener esperanza en una vida feliz en el Más Allá, para soportar la tragedia de la existencia, que para muchos es un verdadero infierno.

Casi todos los imanes, obispos, rabinos, derviches, etc., se cruzaban miradas de com-plicidad y compasión, y en sus mentes podía leerse u oírse: “La soberbia les hace ciegos y sordos. Se creen gigantes y no son más que hormigas”. Pero, como estaban tan seguros de sus convicciones, ni se molestaban en interrumpir a aquellas vacas sagradas.

Tras una pausa para tomar un café y estirar las piernas, se reanudó el simposio y el al-calde de Vitigudino, quien en su juventud ejerció de taxidermista, presentó a bombo y platillo a Gregorio Samsa. El sabio le pidió que acortase el panegírico, con un ligero mo-vimiento de cejas, pues el exceso de elogios le puso el rostro muy colorado.

Gregorio Samsa miró al público y lo midió. En un instante se hizo una idea de la altura intelectual y las limitaciones de cada uno y cada una. Tras agradecer su asistencia, en va-rios idiomas, incluido el latín y el griego, empezó su intervención con tronante voz:

“En mi obra ‘Los Tres Suspiros del Pobre: ¡Dios Mío!, ¡Ilumíname!, ¡Muéstrame El Camino’” (Ed. Estupidez al Cubo) dejo claro que todas las religiones ‘no sólo esclavizan al ser humano’ sino que lo convierten en ‘carne de cañón’ de las clases dirigentes que necesitan de la fe e ignorancia de los oprimidos para darse la vida padre. Las élites solo precisan, de vez en cuando, regalar caramelos a los miserables, y untar a los capataces de los miserables, entre los que se encuentran los monjes y las monjas de todas las religiones y sectas”. (Pan y circo, susurró otro de los ponentes de la mesa).

 Las afirmaciones de Gregorio Samsa cayeron como una bomba sobre las cabezas de “los santos”. Los derviches empezaron a girar a la velocidad de la luz. Los imanes no dejaban de gritar ¡Alá Akbar! dirigiendo su mirada hacia La Meca para pedir a su Profeta que sacara al diablo de la mente y el corazón corrompido del invitado estrella.

El obispo del Valle de los Caídos (donde antaño reposaban los restos del dictador Francisco Franco) sacó rápidamente entre la sotana una cruz y, apuntando al apóstata, le descerrajó varios disparos en el pecho, matándole en el acto. Nadie podía imaginarse que el lábaro encerrase el mecanismo de una pistola y que el portador de la misma fuera un excelente franco-tirador.

Gregorio Samsa parecía un muñeco sin articulaciones. En los segundos en los que es-tuvo consciente todavía oía murmullos en la sala y la voz de un descendiente del marqués de Vargas Llosa que pedía a gritos que llamaran a un médico.

Pronto Gregorio se notó ingrávido y sintió como si una brisa primaveral saliera de su alma que, en un pispás, se encontró liberada de cadenas y vio a Dios.

     -     Estás en el paraíso- le dijo el demiurgo. Descansa y relájate. Te he perdonado to-dos los pecados porque “eres un hombre bueno, muy bueno”.

      -      ¡¡¡Sacadme de aquí!!! ¡¡¡Sacadme de aquí!!!  -gritó Gregorio Samsa jurando que había sido un malvado (según las Sagradas Escrituras), que era ateo, que no quería ser perdonado y que se reafirmaba en sus creencias. “He escrito cientos de libros- subrayó atacado- que se estudian en las principales universidades del mundo. En ellos afirmo, con razonamientos irrefutables, que Dios no existe. Si mi tesis era errónea, todo se irá a la basura y se irá a la porra mi reconocimiento social. Trabajé para que mi legado durase eternamente.

    -     ¡Hijo mío! - dijo el Padre acariciándole la frente- “vanidad de vanidades y todo es vanidad”. Dentro de 20.000 años se extinguirá la especie humana y, por ende, su obra y su estela desaparecerán sin dejar huella.

Gregorio Samsa empezó a llorar, pero sus lágrimas no conmovieron a nadie. Entonces comenzó a ver a todos los muertos, que se habían convertidos en seres transparentes. Na-die hablaba y todos llevaban una sonrisa que reflejaba una felicidad infinita.

- ¡¡¡Yo no quiero ser uno de ellos!!!- exclamó Gregorio.

El Demiurgo le dijo que ese era su destino ineludible y que, cuando termine la vida en la Tierra, volverá a crear al ser humano en otro planeta, y que esa vez los hombres y las mujeres nacerán ateos porque Él se irá y no volverá.

Gregorio Samsa se pellizcó para ver si despertaba, pero poco a poco su cuerpo se hizo transparente y en su rostro se dibujó una sonrisa tan bobalicona como angelical. Dejó de oponer resistencia, tiró la toalla y se quedó con la mente en blanco.

A su lado había un busto, también traslúcido, de Rutger Hauer, (Blade Runner) que no dejaba de repetir, desde hacía casi mil años, “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.